Decía Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, en una entrevista en la SER y con motivo de la exposición que el citado museo dedicó al pintor Antonio López (Tomelloso, 1936) durante el segundo semestre del pasado año, que, este cuadro, "La cena", "tiene un aire casi eucarístico, sacramental. Están comiendo cosas muy normales, muy corrientes, con una vajilla muy corriente. Una cena muy sencilla, a la luz de una bombilla. La cena de una familia de los años 60, de una España en desarrollo pero, que tiene la solemnidad de un sacramento."
Realmente el cuadro tiene algo de solemnidad, no sé si sacramental, y también mucho de misterio y hasta casi diría, de terror. Siempre que he contemplado este cuadro no he podido evitar una especie de escalofrío al observar a esa madre monstruosa, hidrocefálica, con la mirada perdida en una mesa repleta de viandas mientras la niña, su hija, contempla con cara de desolación al espectador, todo ello en esa habitación solo iluminada por la luz cenital de la bombilla que cuelga del techo y por la claridad que penetra a través de la puerta semientornada que se divisa al fondo de la estancia.
Hace ya mucho tiempo conocí la historia del cuadro y me enteré de que el pintor manchego no había querido pintar a la madre como un monstruo sino que, una vez pintada, no le gustó como encajaba en altura y fue rectificando y raspando sin borrar del todo la imagen anterior y pasaron los días, los meses y los años y esa mujer quedó así, en transición, en evolución y ahí sigue, inacabada, en un cuadro inacabado como mucha de la obra de Antonio López.
El pintor manchego confesó que trabajó en este cuadro desde 1971 a 1980, casi diez años pero, como él mismo opina acerca de su trabajo "Una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades". Aquí, tal vez pasó eso, el tiempo lo hizo inviable. El terrible escollo del tiempo siempre en contra de un genio empeñado en buscar la perfección y trasmitir al lienzo la realidad de lo que ve en ese mismo momento. Las modelos crecieron y ya, como él dice, se llegó al límite.
En "La cena", Antonio López retrató a su hija María y a su mujer, la también pintora María Moreno. Su propia hija ha contado las anécdotas que rodearon la ejecución de este cuadro tales como que posaron para él durante horas y horas y así a lo largo de semanas. Sesiones interminables en las él que llegaba a ponerles música y hablarlas para que no se durmieran. La mesa, contaba, estuvo sin tocar durante meses y el huevo duro y el "Danone" que aparecen en el cuadro terminarían, seguramente, teniendo vida propia. Esto último me recuerda a su cuadro "Nevera nueva", pintado unos años más tarde, en 1991, y en el que se puede ver un pollo en el estante superior de la misma y del que el propio Antonio López contaba que mantenía en el congelador sacándolo todos los días para pintar el cuadro. Tardó tres años en pintarlo.
La obra, óleo sobre tabla, guarda sus secretos o más bien, casi, sus bromas, como son los collages que Antonio López inserta en el cuadro. Así, el filete que aparece en el plato es una foto pegada al igual que la fruta. La silla y los cuadros del fondo tienen una textura en relieve conseguida también pegando trozos de fotos que luego recubriría con la pintura.
El cuadro es casi un bodegón alrededor del cual se encuentran dos mujeres y también un documento de los utensilios de la época y de algunos productos singulares de ella, como son ese "Danone" en su antiguo envase de cristal o esa botella de agua de Solares, artículos que nos retrotraen a tiempos pasados y a mesas compartidas.
Esta obra, perteneciente a la colección particular de María López, la retratada en el cuadro e hija del pintor, se pudo contemplar en la pasada exposición del Thyssen-Bornemisza de la que ella fue una de las comisarias. Puedes visionar parte de la obra de Antonio López en este agradable vídeo o hacer un recorrido virtual por dicha exposición pulsando aquí.